VIOLENCIA JUVENIL, VIOLENCIA SOCIAL.
RODOLFO GÓMEZ CERDA
Para una opinión pública desprevenida y acrítica, son de fácil aceptación los argumentos que hacen aparecer las constantes denuncias de acciones juveniles violentas en los establecimientos educacionales, como efecto de la ausencia de directrices éticas o de carencia de afectividad en las relaciones sociales al interior de escuelas y liceos. El interés de los medios de comunicación por mostrar "objetivamente" la realidad contingente, y como parte de ella, estas situaciones conflictivas, centra la crónica periodística básicamente en la búsqueda de responsables al interior de los establecimientos.
Como aconteció con el publicitado caso de los estudiantes que agredieron a alumnas en el interior de un vagón del Metro, hacia la gente el asunto fue llevado en términos de denuncia de "violencia sexual" y la rotulación del hecho como "intento de violación". La solución inmediata fue la expulsión de algunos estudiantes del Liceo y para otros, una espada de Damocles por sobre su existencia escolar, cuya caída dependería de su futuro comportamiento.
Un periódico editorializó: "...los jóvenes demostraron una lamentable falta de hombría y total ausencia de valores morales. Merecen ser castigados por ello"
Con una opinión pública ya predispuesta y prejuiciada hacia los estudiantes y en una demostración de fuerza, la autoridad político - administrativa decidió la sanción de carácter escolar, a pesar de que ya había una querella interpuesta ante los Tribunales de Justicia y que los propios padres y apoderados del Liceo planteaban un camino diferente. Para éstos, antes de emprender el camino de la exclusión de la comunidad liceana, debía realizarse un trabajo con los propios estudiantes, que considerara las circunstancias externas, el peso del entorno, el nivel de las influencias que en su comportamiento tuvo el medio social en que vivían. Sólo pesó "el ejemplo" para el mundo escolar y sobre él recayó la responsabilidad.
De manera semejante, las riñas callejeras con sus lamentables secuelas de heridos o muertos, provendrían de una suerte de lenidad por parte de quienes educan, que no asumen con rigor disciplinario y formativo su función, dejando pasar actitudes reñidas con la convivencia o dejando hacer cuando se trata de actos que para ciertos adultos aparecen como "inconvenientes". Se extreman los cuestionamientos a la enseñanza cuando un estudiante no cede el asiento a un adulto en la movilización colectiva, cuando los jóvenes no morigeran su vocabulario en presencia de mayores o si usan el pelo largo, aros en nariz, labios y cejas ( e incluso en lóbulos de las orejas).
Se insiste en la vestimenta de las niñas, para evitar que exacerben la libido de los jóvenes, exigiéndoseles un comportamiento de "señoritas" decentes, para no dar pábulo a los excesos de los muchachos.
Es decir, tanto las acciones de claro carácter delictivo como aquellas manifestaciones externas, algunas de carácter meramente formal, se asumen como modos sociales negativos y peligrosos, y mecánicamente se le achacan a la institución escolar las responsabilidades que socialmente son consideradas ajenas a la convivencia sana v positiva.
Estudiantes que manejan armas blancas o que pudieran ingresar un arma de fuego en un establecimiento no son la constante ni, mucho menos, parte de la normalidad de nuestras escuelas o liceos. Lo cierto es que las versiones de prensa no se detienen ni reparan en ello, como tampoco profundizan analíticamente las maneras en que se estructuran algunos grupos juveniles y cómo establecen sus relaciones entre sí.
Por lo pronto, lo que actualmente se denomina "pandilla" y que antes eran señaladas como "patotas", no tienen su habitat en el espacio escolar. Son ajenas a él y están circunscritas al espacio material y concreto en que se vive: la población, la villa, el barrio, la plaza, el sector urbano, etc. Ello no obsta para que algunos de sus miembros puedan concurrir a una misma escuela o liceo, en cuyo caso su comportamiento escolar no es, necesariamente, el mismo que muestran en su grupo social externo.
En efecto, la observación de los grupos juveniles al interior de los establecimientos educacionales cuya matrícula es esencialmente popular, da luces acerca de la composición heterogénea de ellos y de las características que asumen en cuanto a intereses y actitudes hacia el proceso educativo. Muchos de sus componentes, aún los más renuentes a la aceptación de las prácticas disciplinarias, tienden a asumirlas como desafíos a su "libertad" y el sobrepasarlas es un reto que los coloca en un plano de superioridad frente a aquellos que las acatan. Con ello se crean un cartel de indisciplinados o "problemáticos": son los que tratan de escabullirse de las clases, que intentan por variados métodos salir del establecimiento antes del término de la jornada, pero que, de una u otra manera, buscan en la permanencia al interior de él un espacio de convivencia social. Para la gran mayoría, es preferible ingresar a él que quedarse afuera. Porque es claro que el espacio social que les brinda la institución escolar difiere sustancialmente del que tienen en su barriada. Es más, no siempre las amistades escolares coinciden con las externas, con las cuales establecen otros vínculos en virtud de diferentes intereses.
Las antiguas patotas ni las actuales pandillas son productos escolares. Nadie podría aseverar que los raperos de la Plaza de Armas, los "One Norte" de Maipú, los "Rencadictos", los "Pink Red" o los "Peñi" de La Pintana, "Los Bulla", "Los Drogo" son compañeros de curso o pertenecen todos a un mismo establecimiento.
Su conformación, la unidad y cohesión interna que muestran, están dadas, en primerísimo lugar, por la territorialidad, por su ubicación espacial en la geografía urbana; luego, por los intereses comunes, casi siempre elementales y básicos, de corta vigencia y sin trascendencia intelectual alguna. Son motivaciones momentáneas, instantáneas y sin desarrollo en el tiempo, asumidas, en su lenguaje, como "pasión". No evolucionan socialmente sino que se desgastan a medida que el interés por el factor motivador va desapareciendo. En su desgaste no está ausente la maduración o el crecimiento biológico, que lleva a quienes van haciéndose mayores a buscar otros intereses.
La configuración de sus relaciones internas obedece a liderazgos distintos y posee una jerarquización que no tiene comparación alguna con la estructura escolar; incluso, en una primera mirada aparecen desjerarquizados y con una línea de mando para nada verticalista. La dinámica interna de estos grupos permite decisiones colectivas y sólo asumen el liderazgo de uno de sus miembros cuando éste demuestra manejo de la fuerza y del poder o, como ocurre con las adhesiones musicales a determinados ritmos, cuando uno de ellos se destaca por el dominio o por el conocimiento de sus cultores.
Otro elemento constituyente de los grupos juveniles no escolares es el profundo sentido de la exclusión, discriminación y menosprecio hacia los que no comparten sus intereses: "Los de Abajo" y "La Garra Blanca" se rechazan con marcada odiosidad, causando víctimas dolorosas entre sus miembros, más allá de cualquier racionalidad. En muchos de ellos, sólo la lógica de la desaparición física es aceptada.
Los metaleros rechazan a los raperos, porque estos últimos son "cumas"; lo cierto es que los primeros se autocomplacen con bandas rockeras de diverso origen y sus momentos de mayor éxtasis están en las "tocatas", conciertos informales en lugares abiertos, o en recitales pagados, donde la expresión musical paulatinamente adquiere inusitada violencia. Sin embargo, ésta queda enmarcada en el círculo de los metaleros.
El conocimiento de las vanguardias musicales norteamericana o europea, la adscripción a determinadas corrientes (como el "Black Metal", en el caso de los metaleros que visten de negro), la posesión de las más recientes grabaciones o la audición de radioemisoras dirigidas a este tipo de música, de una u otra manera trasunta discriminación económica y de clase, (paradójicamente por quienes se sienten a sí mismos discriminados), que los ubica en un sector juvenil diferente a otros grupos.
De esta manera, la segregación y la ruptura del respeto a la territorialidad, pueden producir conflictos que generen enfrentamientos entre grupos, pero lo más corriente es que "no se pesquen". Así, quizás sean los jóvenes raperos los más discriminados por sus pares: ellos sólo bailan y muestran destrezas físicas a un público espectador. Son intérpretes rítmicos de una técnica también importada; visten ropajes de talla superior, largas poleras o blusones y sus anchos pantalones sujetos por la cintura, de tal manera que el tiro o entrepierna de la prenda les llega casi a las rodillas. Componente principal del grupo es la gran radiocassette que utilizan para su espectáculo.
Pero, a su vez, éstos se separan de los "flaites", que tratan de ser "los más choros de los choros", y cuya identificación está en su forma de hablar, extraña modalidad articulatoria acompañada por la ampulosidad de los movimientos de brazos y manos.
En esta gama de grupos, todos se ven a sí mismos como desligados de la violencia o de los actos antisociales. Son otros "los que se juntan para hacer maldad"; su violencia sólo es respuesta a la que opera sobre ellos. Los "punk", por ejemplo, dicen ser los más alternativos y su propuesta es de libertad frente a todos los convencionalismos y formas de vida: ellos quieren cambiarlas. Declarados enemigos de la delincuencia ("somos antidelincuencia"), los "Pelos de Colores" se autodefinen como los auténticos y originales, en tanto que descalifican a los "Crestas Negras", como cumas, delincuentes, agresores y violentistas. Del mismo modo, señalan a los "trashers" como cochinos, desaseados, rateros y delincuentes.
Más allá de las autopercepciones y cualquiera sea la caracterización que se haga de estos grupos, no se puede asumir por su vestimenta que los actos delictivos o la agresión anómica sean una propiedad de ellos. Como dicen los "punkies", con sus pelos multicolores, con ropajes llenos de remaches y accesorios metálicos , "si nadie se mete con nosotros, nosotros no nos metemos con nadie".
Distinto es lo que ocurre con algunos de los grupos que integran las barras de los clubes deportivos. En ellos "la pasión" se traduce en abiertas e indesmentibles acciones de violencia, amparadas y prohijadas por quienes son los responsables de la gestión económica de las empresas deportivas. La extrema odiosidad que se ha creado y fomentado a partir de los "líderes" de las barras, es el campo fértil para que sus miembros atenten contra la vida de los adversarios; de aquellos que no lo son pero que tampoco son simpatizantes de su equipo; de los que transitan cerca de ellos y no les dan dinero; de los habitantes cercanos a los estadios, en fin, de quienes no gritan lo mismo.
Estos tipos de grupos juveniles son parte del paisaje social urbano, envueltos todos en el poderoso manto ideológico del modelo económico, promocionado, publicitado y ensalzado por el mundo oficial de gobierno y del empresarial. Ambos defienden los "éxitos" del modelo, pero no se hacen cargo de sus lacras: ellas son resultados de "males sociales", de problemas de la familia y de constitución del hogar, de falta de compromiso de los padres hacia sus hijos e hijas, de un desmesurado afán consumista, de la falta de ahorro, de la decadencia de los valores, etc.
La delincuencia juvenil, la drogadicción y el alcoholismo, la prostitución de niñas y adolescentes, el pandillismo, son responsabilidad, se dice, "de la sociedad en su conjunto"; "son producto de una sociedad cuyos valores están en crisis"; de "la desintegración de la familia"; de "la falta de modelos éticos".
Utilizando la misma lógica oficial, es posible demostrar que sus argumentos son siempre falaces y con un mecanicismo para nada ingenuo, encubren la hipocresía política del sistema: la violencia de los jóvenes es producto del maltrato infantil, porque en ellos se repiten conductas aprendidas de los mayores: "si un niño golpea, es porque proviene de un hogar de padres golpeadores". Con esta lógica, decimos, si una niña se prostituye, es porque en su hogar el ejemplo lo da la madre; si el joven se emborracha, es porque el padre es alcohólico; si roba, sus hermanos mayores son rateros, y así ad infinitum. Pareciera ser parte del universo narrativo de Zolá.
En el caso de la violencia, como en otros casos, el pato de la boda es, irremediablemente, la institución escolar y el profesorado. El siquiatra Hernán Montenegro dice: "A través de la educación podría servir que al niño se le enseñara, por ejemplo, la resolución de conflictos" "Yo creo que una de las paradojas del mundo contemporáneo, más que impactantes, es que durante la educación básica y media no se nos enseñe nada en términos de qué es CONVIVIR "
Más grave es lo que dice Jaime Pérez de Arce, Subsecretario de Educación, cuando denuncia "la conducta atentatoria a los Derechos del Niño que existe en los establecimientos educacionales o de personas que poseen la condición de profesor, que para alcanzarla realizan varios años de estudios superiores, y que con sus actitudes demuelen todo para lo cual han sido preparados y en lo que la sociedad les confía".
Estas dos joyas de la descalificación de la docencia desconocen lo que a diario realizan profesoras y profesores al interior de las escuelas, primero, y de los liceos, después.
La llamada "resolución pacífica de los conflictos" no es una invención nueva ni un rol que recién ahora debiera asumir la docencia. ( El término desdibuja el origen político de la coexistencia pacífica). En las clases y en los recreos, en los Consejos de Curso, en las horas de Orientación, en las prácticas de discusión, foros y debates, todos hacemos eso, desde siempre. El debate aun escondido durante los tiempos de la dictadura, es una práctica escolar que se manifiesta de variadas formas, ya sea como simple actitud contestataria y mostrativa de una oposición generacional entre el mundo docente adulto y el estudiantil juvenil, como respuesta organizada de los Centros de Alumnos, como reclamo ante lo injusto, como posición ante la vida. En este sentido, han sido las organizaciones juveniles escolares las que han formado a un numeroso contingente de actores políticos, como resultado de las relaciones dialécticas que son propias del mundo escolar y en la cual la discusión, la confrontación de ideas y la resolución pacífica de los conflictos son parte de la formación democrática que entregan los docentes.
De la misma manera, la discriminación no es una decisión de los docentes ni su manera de resolver los conflictos estudiantiles. Son los directores, los sostenedores y los dueños de establecimientos, ahora alcaldes, sacerdotes o empresarios quienes la practican, bajo la falta de regulación que el propio Pérez de Arce ha propiciado. De no ser así, cómo llamaría a los exámenes de ingreso para el jardín infantil; a las exorbitantes cuotas que cobran los establecimientos municipales, bajo el disfraz de "cuota voluntaria" del Centro de Padres; el financiamiento compartido, más la cuota del Centro General de Padres, más el uniforme, más la corbata, más la libreta, más el buzo, más la cuota de la pastoral, más la cuota mensual del alumnos en su curso, más la cuota del apoderado para su curso, que se exige en los particulares subvencionados.
Por otra parte, la historia de los últimos treinta años demuestra que, justamente, no ha sido el mundo escolar el que violó el principio de la convivencia democrática ni el que se ha mostrado violento per se.
El problema conductual de los grupos juveniles populares dice relación con una multiplicidad de factores sociales, más que con un mal trabajo del establecimiento escolar. A partir del quiebre de la institucionalidad democrática, la sociedad en su conjunto vivió la violencia diseñada, practicada e institucionalizada por el propio Estado; los organismos de gobierno hicieron de la violencia un método de acción política y los niños y jóvenes tuvieron que sufrirla cuando pequeños, si no físicamente, en la aceptación del terror oficial o en los cuerpos y existencias de sus familiares.
La imagen de una sociedad que en su conjunto funciona porque teme que en ella se descargue la violencia institucional; las relaciones que se producen en su interior, enmarcadas en un clima de temor y desconfianza; los constantes ataques a la integridad física, abierta y públicamente; por parte de las fuerzas uniformadas; en fin, todo un modus vivendi levantado a partir de la violencia física oficial.
Este tipo de relaciones sociales está inmerso en un sistema de relaciones económicas, en las cuales los sectores infanto-juveniles populares, además, sufren las inclemencias de la pobreza. Vivienda, salud y educación les son negadas en calidad y cantidad. La alimentación escasa porque no hay trabajo.
Es el mundo en el cual nacen y crecen nuestros adolescentes populares, que ven cómo les resulta inalcanzable el mundo maravilloso y rutilante de los grandes centros comerciales.
El proceso de transición desde un régimen dictatorial a uno de apertura y convivencia democrática, no altera sustancialmente las condiciones de vida materiales. Las nuevas formas de relación entre el estado y los aparatos de gobierno con la gente se hace, políticamente, abierto. El terror deja el paso a la sensación de "vivir en paz", sin sobresaltos ni temores, a la expresión abierta del discenso, por muy mínimo o elemental que pudiera parecer.
Pero las condiciones de vida materiales ni la seguridad social cambian. Los pobres son más pobres y los ricos más ricos. Continúa la violencia económica. La desigualdad, la discriminación, la insolidaridad son el correlato al individualismo, a la heterogeneidad en que cada uno vale por sí mismo y depende de sus propias condiciones personales, aislándolo del colectivo porque éste uniforma y hace perder en la multiplicidad el sello de cada uno; en la escuela los aprendizajes y los rendimientos son individuales y personalizados, haciendo que se individualice el conocimiento y se privilegien los rindes y logros parcelados, medidos en evaluaciones estandarizadas de carácter nacional, en los cuales el individuo mejor se destaca por sobre el resto.
Si consideramos los altos niveles de desocupación producidos en los sectores populares, en los cuales la desocupación juvenil es la mayor, no es difícil constatar los cambios en los modos de las relaciones familiares y escolares, que han trastocado las formas de la socialización primaria, llevando a los sectores del poder a exigir que sea la institución escolar la que asuma esa socialización. Es decir, se trata de "mejorar" la función social de la escuela más que terminar con las causas que provocan los problemas sociales. Nuevamente se postula que se deben atacar las consecuencias y no las causas: los problemas sociales se derivan de la mala educación, se dice, y no que estos problemas sociales son los resultados de un modelo de desarrollo económico.
Al agregar a esta situación toda la influencia cultural globalizada por la televisión, en la cual los modelos infantiles están en los dibujos animados de abierta y franca provocación a la violencia, nos acercamos más a una comprensión de las actitudes sociales de muchos de nuestros niños. Basta observar los juegos infantiles en los patios de los establecimientos, para darse cuenta que ellos son formas de comportamiento propios de "comics": patadas al aire, saltos y golpes con el filo de la mano, como lo hacen las Tortugas Ninja, los Caballeros del Zodíaco, Ultraman y la multiplicidad de superhéroes japoneses, que nada tienen que ver con los Superman, Llaneros Solitarios u otros personajes de la "modernidad", cuyos principios ideológicos seguían las "utopías" del modelo capitalista de post guerra. Mucho menos con los Donald, Mickey, Tribilín, que por muy representantes del mundo norteamericano de Disney, por lo menos poseían rasgos antropomorfos muy lejanos a los modelos escatológicos actuales.
En el marco socio-cultural en el cual se desarrolla la vida de nuestros estudiantes, el mundo escolar aparece como un espacio desarraigado del entorno, aparentemente desligado de niñas, niños y jóvenes, contradictorio con lo que muchos pretenden que sean sus "intereses". La escuela, se dice, ya no refleja el momento histórico y se ha quedado atrás en la evolución social. El estadio actual del desarrollo de la cultura ha dejado en lontananza a la educación formal, porque ésta no ha sido capaz de adecuar sus métodos ni contenidos. Pero, por sobre todo, la cultura docente insiste en mantenerse refractaria a los cambios educativos y renuente a modificar sus prácticas.
Lo cierto es que la institución escolar debe cambiar, para asumir un modelo educacional que permita una interrelación de nuevo cuño entre los actores. A partir de una concepción humanista de la niñez y de la adolescencia, integral y reconocedora de los Derechos Humanos como componente esencial de la persona, es posible perspectivar nuevas relaciones entre adultos y jóvenes; entre quienes tienen, por su edad, experiencia y mayores aprendizajes, un conocimiento más sólido y estructurado, y aquellas y aquellos que están conociendo y aprendiendo. Al superar la creencia mítica de que las mentes son tablillas de cera sobre las cuales se graban con el estilo las lecciones, la docencia no tiene por qué transformarse en "animación cultural" ni en generadora de magias o prestidigitaciones metodológicas.
En la escuela, quien enseña es el o la enseñante. No la televisión, la computadora ni la metodología activa. Los medios no pueden pasar a ser los fines.
Pero esto es válido para la institución escolar.
Para el mundo que la rodea, el problema es diferente. Porque no se puede continuar con la creencia, también mítica, que en la escuela se forman los futuros seres para una sociedad futura. Si efectivamente sólo la educación (en sentido genérico), fuera productora de las personas ideales que construyen las sociedades ideales, Sócrates no habría tenido que tomar la cicuta ni a Robespierre le hubieran cortado la cabeza, a pesar de que su autor favorito era Rousseau.
La transformación de las relaciones sociales pasa, es claro, también por la escuela, pero ella no puede cambiar las relaciones de producción, la distribución de la riqueza, los sistemas de propiedad. La cada vez más grande brecha entre los que tienen y los que no poseen nada, está ligada con el tipo de educación formal que reciben, de su acceso a los bienes sociales, a la vivienda, a la salud, a la seguridad social.
La formación ética de la niñez y de la juventud está relacionada directamente con los modelos sociales que promocionan quienes controlan los aparatos del poder. Y para ello, los medios de comunicación son el elemento primordial. El juicio crítico para distinguir lo relevante de lo accesorio, para separar el trigo de la paja, tiene que ver con los niveles de cultura adquiridos y la capacidad para discernir, a partir de esos mismos dominios éticos. Un joven formado en un ambiente cultural crítico, que le da alternativas y opciones en las cuales puede crecer intelectualmente, dista mucho de aquel que se nutre de los residuos que deja esa misma cultura.
Por lo mismo, no se puede asumir que la violencia juvenil gratuita, con sus secuelas de marginalidad y delincuencia, y a la inversa, la marginalidad que provoca violencia y delincuencia, sea un problema que debe resolverse en la escuela. Esta podrá insistir en la necesidad humana de convivir armónica, respetuosa y decentemente con el prójimo; podrá enseñar formas de conducta social, dar normas y pautas para una relación sustentada en el respeto a los derechos; podrá seguir cumpliendo con lo que siempre ha hecho: formar, instruir, educar, enseñar. Insistirá en los contenidos transversales y los explicitará a través de metodologías activas y trabajos grupales; será constructivista y no conductista, activa y no pasiva; trabajará con aprendizajes y no con enseñanzas; quienes pasen por las aulas aprenderán a aprender y no serán enseñados a aprender (paradojal ¿no?).
El mundo escolar no es independiente del universo que lo rodea y de una u otra manera refleja sus conflictos. No podría ser de otra manera. Lo que no compartimos es que a partir de él se puedan modificar las conductas sociales que nacen en otros ámbitos y que son reforzadas por las estructuras de poder. Si los comportamientos son aprendidos y existen modelos que los provocan, hay que actuar sobre éstos para que los efectos sean postivos. En el lenguaje de los viejos ante-televisión, no se puede enderezar el árbol que creció torcido. Desde que se planta el retoño, él debe crecer guiado por un tutor.
En fin. La escuela podrá revestirse de las más nobles intenciones y las reformas tratarán de perfeccionarla día a día, pero mientras haya millones de miserables, no podrá cambiar un lápiz por un pan.